“…el manuscrito empezaba con esta palabra escrita en rojo, no sé si con tinta o con sangre:
‘Él’.»
—Mercedes Pinto, Él
«¿Viste lo que dijo sobre fulano de tal?» «¿Te enteraste que Zutano ya lo renunció?» «¿Leíste lo que escribió Mengano sobre él?» Eso es lo que escucho, eso es lo que leo, eso es lo que veo mañana, tarde, noche. En tertulias mediáticas y sobremesas familiares, en columnas de prensa y en redes sociales.
Lo que me escandaliza no es la frecuencia con que se habla y se escribe de lo que hace y (sobre todo) dice el Presidente de la República -es comprensible: da mucho que hablar-; lo que me alarma es la elisión cada vez más popular (y quizás inconsciente) del sujeto:
La cosecha de hoy en Twitter:
· “Se pelean con el INE, con Lorenzo Córdoba [sic], con Calderón, con Proceso, con Ciro, con Loret, con Aristegui y hasta con la Corte Suprema. Con todos menos con el narco.» (Chumel Torres)
· “Él simplemente ama los vítores de su alegría. Por eso, lleno de arrogancia, un día dio la patada a las empresas farmacéuticas, las acusó sin pruebas de corrupción y, sin facultades, rescindió sus contratos. Vino el desastre de la escasez de medicamentos”. (Max Kaiser)
¿De quién hablan estos tuiteros? ¿A quién desaprueban como gobernante? ¿A quién responsabilizan?
Saber la respuesta no mitiga el efecto de evitar nombrarla.
En la antigua China estaba prohibido decir el nombre del emperador, y al escribirlo era necesario omitir uno de sus trazos, para no banalizarlo. En el Japón actual, la población se refiere al jefe de estado como Su Majestad el Emperador o Su Majestad actual, pero no pronuncia ni escribe la palabra Naruhito. Los judíos ortodoxos consideran a Dios inefable; por eso, cuando sus ojos se posan en la palabra Yavé, la reemplazan al leer en voz alta por Adonai (Mi Señor) o por HaShem (El Nombre). Lo que no se nombra se venera. Véase sagrado.
Nada más lejos de la intención de Chumel Torres o Max Kaiser que reverenciar a López Obrador, y mucho menos sacralizarlo. Sin embargo, al no registrar su nombre o su cargo, parecen transmitir que, para bien o para mal, nadie más en México hace o dice algo que valga la pena mencionar.
Que el nombre del Presidente de la República no sea necesario para identificarlo contribuye a la idea -extremadamente peligrosa a mi juicio- de que en México hay un solo sujeto político, por omisión. Cuando uno de los rasgos más objetables de López Obrador es su voluntad activa no solo de fijar y acaparar la agenda pública sino de erigirse en el principal tema de conversación del país, quien omite nombrarlo se convierte, sin quererlo, en su cómplice. .
El ciudadano Andrés Manuel López Obrador, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, es un servidor público sujeto a rendición de cuentas. Ni menos ni más. Tratémoslo como tal.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG: @NICOLASALVARADOLECTOR
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