Chile es un péndulo. Han pasado casi cuatro años desde el Estallido Social de 2019 y la irrupción de la agenda «transformadora» y «refundadora» de la Nueva Izquierda chilena, que intentaron traducir en un fallido ensayo constitucional. Una izquierda que nació caminando en marchas estudiantiles y logró instalar una propia en el Palacio de La Moneda, la más joven de la que se tiene constancia.
Cuatro años después, la ciudadania le ha dado un portazo final al paquete de soluciones ya la ideología de esa Nueva Izquierda. Y las razones son variadas, pero en gran medida recaen en sus propios errores y prepotencia.
Estos son los hechos: la derecha chilena obtuvo el mejor resultado electoral de su historia democrática. Dentro de ese bloque triunfaron, y con mucha diferencia, las posiciones más conservadoras. Por su parte, Gabriel Boric sufrió una aplastante derrota, ya que el oficialismo no logró alcanzar los 21 escaños necesarios para tener algún tipo de influencia en el nuevo Consejo Constitucional.
Recapitulemos. La nueva izquierda desarrolló una profunda crítica a sus padres, la exitosa Concertación que transitó con éxito de las sombras de la Dictadura a un camino luminoso de democracia y desarrollo social. Pero para las nuevas generaciones, criadas en nuevas y cómodas comodidades, nuevas expectativas.
Joven
La velocidad de los cambios consensuales, producto de una democracia de acuerdos, llenaron la paciencia de los más pequeñosuna generación hiperconectada y -legítimamente- más ambiciosa.
Consiguieron instalar en Chile un diagnóstico que sigue siendo cierto: es una sociedad con enclaves de injusticia que son de granito, con ciudades segregadas y con una desprotección de los derechos sociales con los estándares que la renta del país debería poder garantizar.
Pero a este diagnóstico, común y amplio entre los ciudadanos, le siguió una batería de soluciones que empezó a desacoplarse sistemáticamente de las prioridades de sus compatriotas y de su identidad nacional. Ya sabemos cuál es la historia: esa intención de salir plasmada, en una Constitución, el programa de gobierno de la nueva izquierda recibió una paliza electoral el 4 de septiembre.
Chile comenzó allí lo que se ha llamado una “restauración conservadora”, característica de los tiempos cambiantes entre reacción y restauración. Los que se quedaron callados y temerosos de las cancelaciones volvieron a hablar sin miedo. Quienes creían que su voz no era válida, dada la superioridad moral construida por la nueva generación de líderes, nuevamente se sintieron validados para opinar.
En el camino, incubaron rabia y emociones, que expresaron como una verdadera bofetada de venganza contra la nueva izquierda que se había convertido en el partido de gobierno. No está claro si realmente es suyo el 37% del partido ultraconservador, los republicanos de José Antonio Kast. Lo que está claro es que este partido fue elegido como instrumento para entregar el mensaje de repudio al pasado reciente.
Ahora bien, si el campo de las emociones y la venganza no fuera suficiente, esa nueva izquierda que tomó el poder tampoco ha logrado manejarlo. Seguridad, inmigración, certezas económicas y desempleo irrumpió en la agenda con la fuerza de un huracán. Todos marcos de discusión en los que este sector, y no solo en Chile, no ha sido capaz de proponer recetas exitosas.
Por eso no es extraño que toda la publicidad electoral tuviera poco que ver con la Nueva Constitución. Los republicanos centraron su discurso en la necesidad de una «mano dura» y el combate frontal al crimen organizado, algo para lo que una nueva Constitución puede otorgar pocas recetas más allá del ordenamiento constitucional de las instituciones.
Por eso no es extraño que se pueda dar cuenta de que estas elecciones también tuvieron una sensación de referéndum sobre la gestión de Boric y su gobierno. Y si ese fuera el caso, el resultado es catastrófico.
Lo cierto es que la restauración conservadora en Chile avanza de la mano de millones de chilenos que se sumaron a votar a raíz del voto obligatorio. Una masa de gente apolítica que se hartó de los argumentos y las incertidumbres que se han instalado en el país en los últimos años. Muchos los describen como aquellos que clásicamente decían “no importa quién gane, mañana tengo que trabajar igual”. Ahora atados, son el fuego de la restauración.
Quedan al menos dos grandes incógnitas. La primera, relativa al gobierno y su incapacidad para aumentar la base de adherencia a sus ideas tras el plebiscito del 4 de septiembre, porque la derecha sumó casi el mismo 62% del rechazo -si no un poco más-.
El presidente tendrá que decidir si quiere afianzarse en su ya estable 30% de apoyo, o si va a disputar banderas sus adversarios e intentar conectar con el clamor popular, renunciando así a su variada agenda identitaria, hoy imposible de precisar.
El segundo se trata de la misma derecha, que vive su propio frente interno. El centroderecha, integrado por los partidos que llevaron a Piñera al gobierno, sufrió una dura derrota frente al partido de Kast. Los incentivos para que este centroderecha colabore con el gobierno disminuyen, pero tampoco puede extremarse mucho, porque corre el riesgo de mimetizarse hasta extinguirse.