29 mayo, 2023

Existe un consenso cultural sobre el gran talento de Kanye West tanto en la música como en la moda. Dado que su género es el hip-hop, del cual lo ignoro todo, y que la estética que cultiva es la que corresponde a ese universo ya una época muy diferente a la mía, lo asumo sin cuestionarlo. Más de 20 premios Billboard, casi 30 Grammys, 12 VMAs, cinco Clios y tres GQs me parecen argumentos más que sólidos para otorgarlo, aún sin conocer su obra. Si Rolling Stone lo ha declarado «la estrella pop más interesante y compleja que ha producido la década de 2000», si Billboard lo ha considerado «sin duda uno de los mejores, y posiblemente el mejor artista del siglo XXI», sí, incluso una publicación como prestigioso y tan fuera del centro de atención como The Atlantic puede decir que «el poder de Kanye radica en su creatividad y expresividad desenfrenadas, su dominio de la forma y su apego profundo e intransigente a una estética original». … así es como debe ser.

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En paralelo se debería haber formado otro consenso cultural: que es una persona que padece graves problemas mentales. Más allá de su confesada adicción –y aparentemente superada– a las drogas, West lleva casi dos décadas de errático comportamiento público: en 2004 se levantó enojado de la entrega de los American Music Awards cuando resultó perdedor en una categoría; en la misma circunstancia en los VMA de 2006 subió al escenario sin previo aviso para afirmar que debería haber ganado; en la misma ganadora de 2009 silenció a Taylor Swift mientras recibía su trofeo para afirmar que la legítima merecedora de ella era Beyoncé; y en los Grammy de 2015 le dio el mismo ataque a Beck. Sin mencionar su declaración de 2018 de que 400 años de esclavitud negra probablemente habían sido voluntarios. O de su anuncio, en 2015, de que en 2020 se postularía para la presidencia de Estados Unidos: lo cumplió, hizo el ridículo en una campaña intermitente que lo reveló brutalmente desprevenido, y obtuvo el 0,4 por ciento de los votos. Todo lo cual quizás pueda explicarse por su diagnóstico de trastorno bipolar, anunciado en 2019.

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En las últimas semanas, desde usar una camiseta con un eslogan de supremacía blanca hasta una serie de declaraciones antisemitas, racistas y de conspiración, el otrora proclamado campeón de las minorías de Occidente y promotor del orgullo negro parece estar fuera de control. De ahí que Balenciaga, Adidas y Gap, firmas con las que el músico tenía contratos, hayan decidido cancelarlos, lo cual es sensato. Vale la pena, sin embargo, la oportunidad de recordar lo justo que es cancelar contratos como es injusto cancelar personas. Kanye West merece nuestra preocupación, no nuestra ira. Y, a su mérito artístico, si logra superar su crisis de salud mental y volver a ser productivo y responsable, una segunda oportunidad.

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POR NICOLÁS ALVARADO
IG: @NICOLASALVARADOLECTOR

CAMARADA

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