El cansancio los acompaña. Han recorrido medio país protegiendo sus tesoros, ansiosos por llegar con los ungidos y entregar el ácaro que guardan dentro de la alforja. Viene de lejos, pero cada vez más cerca: el mayor de ellos es el sultán Adam Augustus, montado en elefante y portando su frasco de mirra aromática. Tras ella, galopando en un dromedario, la sigue la princesa Claudia, rigurosa en su ascetismo, que lleva en el regazo un corcho de oro, todo de ella, porque es su favorita en el Reino Ismaelita. El tercero es Marcelo, el emir, muy despacio sobre la jaca y apretándose la corbata, porque bajo el brazo conserva su corcho de incienso.
«Ah, el día de la Redención ya está anunciado», dice el primero, vislumbrando la codiciada estrella brillante.
“Sí, sí, porque es mejor caminar que dura que trotar que cansa”, murmura Su Esbelta Alteza. «¿Qué pasa si no lo sé?»
«Ya verás, ya verás, el ungido sabrá corresponder a mis esfuerzos», recita el tercero, ajustándose las gafas, que se deslizan al trotar.
Y detrás, de repente, aparece un gemido entre el polvo:
“¿Yo también? ¿Y yo?”, porque el infante Ricardo, arrastrando su burro, los alcanza desde su largo recorrido por tierra zacatecana.
Sin embargo, a medida que se van acercando, los tres príncipes de Oriente (bueno, cuatro) van chocando entre sí, y con otros pastores que se han reunido alrededor del pesebre. Son miles, cientos de miles, y más allá, en el cerro, quedan estacionados innumerables camiones que los trajeron desde los cuatro puntos cardinales. De Guerrero, Tabasco, Veracruz… y corean la frase que tienen escrita en los volantes fotocopiados: «¡Es un honor…!», porque la lealtad se paga.
«¡Rediez!» dice el príncipe Adam Augustus, «mucha gente nos impedirá llegar».
“Y que lo digas, y que lo digas”, lo secundó la soberana magisterial, “y añoro el brillo de su mirada”.
“Todo a su tiempo”, aconseja el que monta un caballo viejo, y canta: “…una piedra en el camino, me enseñó que mi destino”.
“¡Incluso!”, se queja a sus espaldas el delfín que llegó desde Zacatecas, empujando a los peregrinos que le impiden avanzar. «Piso parejo», grita.
Así, a trancas y apuros, los príncipes avanzan con sus tesoros, cada vez más estrangulados por la multitud, que dice marchar hacia el zócalo, aunque la verdad camina como perdida. Adán Augusto, muy sultán, encoge tus rodillas; Su Majestad Doña Claudia trata de calmar al nervioso camello, el Emir Marcelo aprieta las bridas de su nervioso palafrén, y el cuarto a pie, saltando y con las riendas tensas de su burro, suplica a gritos: “¡Piso hasta!… ¡o yo! Voy a otro cobertizo».
Entonces se topan con el diablo Lorenzo que, sin abandonar su temperamento vivaracho, los detiene con el gesto: “¿Adónde vas tan temprano? La campaña no ha comenzado, y la ley es la ley. Entonces, queridos precandidatos, poco a poco, ¿eh? Faltan diecisiete meses, ¡por Dios!, y cada uno regresando por donde vino”.
Los peregrinos están confundidos, les prometieron 200 pesos, una credencial del Insen, una beca Benito Juárez, un lindo discurso para refrescarse de tanto tráfico. Que iban vestidos de pastores, que coreaban las consignas del momento, «¡sí, sí, que se mueran los emisarios del pasado!», o ¿cómo va?
Finalmente, a empujones, los cuatro personajes logran colarse en el pesebre, que es humilde, huele a almizcle, hogar de la buena gente. Uno a uno van depositando sus aguinaldos, mirra e incienso, que lo perfuman todo, el oro en corchos reales, que servirán para pagar varios paquetes Klin-baby. ¿Alguien trajo el aceite de Menen?
Y así, entre mugidos y cacareos, logran acercarse al pesebre que rebosa de alegría y santidad. Están a punto de entregar sus regalos cuando descubren a otro califa que los ha precedido en el proceso. Se trata de Sultán Noroña, que en lugar de corcholata ha llegado con un par de sus fetiches, a los que llama en pocas palabras «Chango-león», y que El Bendito, entre paños, le encanta para el juego. “Cosa de madrugar primero”, les reprocha.
-CORTINA-
POR DAVID MARTÍN DEL CAMPO
COLABORADOR
MBL
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